Muere el director de cine Jean-Luc Godard a los 91 años

Jean-Luc Godard, que se estrenó y consagró con Al final de la escapada ha muerto este martes a los 91 años.

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Jean-Luc Godard, que se estrenó y consagró con Al final de la escapada y durante toda su carrera no dejó de provocar y explorar terrenos ignotos con filmes a menudo alejado del gusto del gran público, ha muerto este martes a los 91 años.

Godard era el último superviviente de la nouvelle vague, la nueva ola de cineastas que a principios de los años sesenta revolucionó el séptimo arte con un torbellino de aire fresco, una nueva manera de contar y unos personajes y actitudes que, como los Beatles y los Stones o el Mayo del 68, marcaron la cultura y la sociedades occidentales de aquella década.

Y era algo más que eso, “uno de los mayores cineastas de todos los tiempos”, como le define Le Monde.

“Fue como una aparición en el cine francés. Después de convirtió en un maestro”, ha dicho el presidente francés, Emmanuel Macron, en un mensaje en la red social Twitter.

“Jean-Luc Godard, el más iconoclasta de los cineastas de la nouvelle vague, había inventado un arte resueltamente moderno, intensamente libre. Perdemos un tesoro nacional, una mirada de genio”.

La muerte de Godard ―artista estetizante por momentos, comprometido políticamente en otros, con frecuencia irritante y con múltiples vidas y reencarnaciones― cierra una época.

Ha sido una figura central en la cultura europea de su tiempo, la segunda mitad del siglo XX y el inicio del XXI, cuya influencia alcanzó más allá del cine.

Era uno de los últimos ejemplares de lo que se asocia con la modernidad y la vanguardia. El cineasta Olivier Assayas lo comparaba con Picasso, en el sentido de que “atravesó su época, asumiendo su carga por entero”.

“Todo lo intentó, todo lo absorbió, fue varios cineastas, tuvo varias vidas, algunas simultáneamente”, decía Assayas. “Estuvo en el cine y fuera”.

La obra de Godard, autor de obras como Alphaville, La Chinoise, Yo te saludo, María o Adiós al lenguaje, no puede resumirse en uno o dos títulos.

Ha dejado más de cien, pero los más conocidos son seguramente los de su primera etapa, la de la nouvelle vague, cuando junto a François Trufffaut, Claude Chabrol, Éric Rohmer, Alain Resnais, Jacques Rivette y otros rompieron con los códigos algo anquilosados del cine francés de la época e, inspirándose en el cine norteamericano clásico, inventaron algo totalmente nuevo que acabó irradiando en lo que se filmaría a partir de entonces, pero también en la cultura y la literatura: captaron el aire de su tiempo y al mismo tiempo lo cambiaron.

Godard –que en esta etapa dejó obras como Pierrot Le Fou y El despecio y trabajó asiduamente con la actriz Anna Karina (1940-1989), su pareja entonces– quizá fue el más rompedor de todos sus colegas, y el que posteriormente nunca dejó de transformarse a sí mismo e incluso renegar de los que había hecho.

Desde la etapa maoísta, entre finales de los sesenta y principios de los setenta, a la experimentación en video más tarde o su particular revisión del siglo XX a partir de las imágenes en Histoire(s) du cinéma en los años noventa.

“Godard siempre ha dicho que rueda cada película contra la anterior”, decía en 2020 en Babelia la historiadora del cine Nicole Brenez, profesora en la Sorbonne y especialista en la obra de Godard.

“Pese a todo, cuando uno ve todas sus películas, descubre que no hay una lógica de contradicción sistemática. Más bien es como si decidiera explorar nuevos territorios tras haberse cansado de los anteriores”.

Nacido en París el 3 de diciembre de 1930, hijo de ciudadanos suizos, Godard pasó la Segunda Guerra Mundial en Nyon (Suiza), y adoptó la nacionalidad suiza a los veinte años. Regresó a su ciudad natal para estudiar en la Sorbona.

Fue ahí donde empezó a frecuentar los cine-clubs del barrio latino y la Cinemateca, y a moverse en los círculos cinéfilos de la pandilla que, primero, estudiaría y analizaría el cine de su época en la revista Cahiers du Cinéma y después pasaría al otro lado de la barrera. Era la primera generación que había llegado adulta tras la guerra y la ocupación, y recogía el optimismo de los Treinta Gloriosos, la época de crecimiento de la posguerra mundial.

Godard buscaba mover sensaciones

Fueron Godard con Al final de la escapada, que también consagró a Jean-Paul Belmondo, en 1960, y un año antes François Truffaut (1932-1984) con Los 400 golpes quienes lanzaron este movimiento que erigía al director como autor –hasta entonces, en general, el director era un elemento más en la producción cinematográfica–, como si fuese un novelista o un poeta.

“Nuestra ambición era publicar una primera novela en la editorial Gallimard”, confesaría años después Godard en Le Monde. En la misma entrevista, resumía la ambición de aquel “pequeño grupo” con la idea de “hacer que las cosas se muevan un poco”.

Godard, como otros creadores de su época, propugnaba una obra que contaba una historia –pero no siempre– y que a la vez reflexionaba sobre el acto de contar esta historia, un cine cuyo tema finalmente –desde su primera película, que puede verse como un pastiche del cine negro norteamericano– era el cine.

“En el cine no pensamos, somos pensados”, decía en una de las sentencias citadas por Libération.

“Encuentro que el cine es extremadamente interesante porque permite imprimir una expresión y después, al mismo tiempo, exprimir una impresión”. O: “Tengo una regla que no me ha abandonado: hacer lo que podemos y no hacer lo que queremos, hacer lo que queremos a partir de lo que podemos, hacer lo que queremos con lo que tenemos y no soñar con lo imposible”.

Y más: “Solo el cine ha visto que la luz cae donde hace falta, ilumina lo que hace falta y descarta lo que hace falta”.

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